Tercer premio - Concurso Relatos Eróticos
Autorx: Sara Henríquez Tejera
Desde siempre he sido una de esas personas que no hace locuras, que lo tiene todo organizado y no se sale de sus esquemas. Siempre necesito tener la situación controlada y, desde que alguien intenta quitarme ese control, me vuelvo loca. Esto era aplicable a todos los ámbitos de mi vida, hasta que lo conocí.
Todo empezó en aquel bar al que no había ido en mi vida, pero que mis amigas frecuentaban los viernes por la tarde. Yo no entendía por qué no se cansaban de estar ahí. Tampoco tenía nada de especial, más que una enorme barra de madera, un televisor para ver partidos y algunas sillas repartidas por el local, aunque no las suficientes para la cantidad de gente que iba.
Yo fui vestida directamente con la ropa de trabajo: una camisa blanca, una falda negra de tubo, una rebeca y unos tacones. Cuando llegué al bar, me di cuenta de cuánto desentonaba en ese lugar. Todo el mundo vestía más casual y la gente parecía muchísimo más relajada que yo. Mis amigas me saludaron desde su mesa y me acerqué.
—¡Llegaste, Alba! —exclamó una de ellas.
A partir de ahí, empezaron a brindar por que al fin estuviera un viernes con ellas y no en la oficina. Lo cierto es que tenían razón, yo también las echaba de menos. Comenzaron a pedir cervezas, cervezas y ¡más cervezas! Yo me dejé llevar un poco, pero como hacía bastante tiempo que no bebía alcohol, las 1906 surtieron su efecto en mí rápidamente.
Para cuando me había quitado la rebeca y desabrochado dos botones de mi camisa, el bar estaba abarrotado y pedir algo no era tan sencillo. Por eso, ya bastante contenta, me acerqué a la barra a pedir.
Lo que no me esperé fue encontrarme a un pibón de ojos verdes y tez morena caminando de un lado al otro vestido completamente de negro. Hacía mucho tiempo que no tenía sexo y eso explica mi reacción tan exagerada: morderme el labio inferior y mirarle de arriba abajo. Sin darme cuenta, había incluso pegado mis pechos a la barra. Lo que aún me esperé menos fue que estuviera enfrente de mí para atenderme.
—¿Qué te pongo?
“Me pones tú”, pensé.
—Cinco cervezas y tu número.
¡Dios, ni yo misma me creía lo que acababa de decir! ¿Acaso era tonta? Las cervezas me habían afectado mucho, sí, pero ya no había vuelta atrás y si me arrepentía iba a quedar peor. Su hilera de dientes me hizo saber que al menos le hice gracia...
—¿En qué mesa estás?
¡Encima se hacía el loco! “Alba, eres patética”, pensé para mis adentros.
—La siete —contesté, roja como un tomate.
Salió de la barra y me llevó las cervezas a la mesa. Cuando mis amigas me vieron llegar, callaron: jamás me habían visto avergonzada. El chico dejó las cervezas y, antes de que yo me sentara, me agarró por el codo y murmuró:
—Para tener mi número, antes tienes que saber mi nombre, ¿no crees?
La presión que ejercían sus dedos en mi codo y su mirada fija en mí me pusieron los pelos de punta y se me erizaron tanto los pezones que dolían. Dios, sí que tenía ganas.
—¿Cómo te llamas, pues?
—No puedo estar hablando aquí con los clientes. Ven conmigo y te lo digo.
Miré hacia mis amigas, que me instaron a seguirle con sus miradas pícaras y sus pulgares elevados que decían: “está buenísimo, ve a por él”. Así que eso hice. Me agarró de la mano y me llevó más allá de la barra hasta lo que creí que era el almacén. Estaba muy nerviosa, pero a la vez me sentía rebelde. Nunca creí que pudiera verme relacionada con esa palabra, aunque en esos momentos no me reconocía ni yo misma.
Aproveché que el chico estaba delante de mí para observar su espalda ancha y sus caderas estrechas con un buen culo. ¿Jugaría al fútbol? Ni idea, pero ya no me importó la respuesta cuando nos quedamos parados en medio de dos estanterías llenas de comida y bebidas.
—¿No te dejan hablar con clientes?
—No. Yo solo trabajo en la barra y mi jefe no me deja salir de ahí.
Fue entonces cuando me percaté de su interés en mí al ir hasta mi mesa para llevarme las cervezas. Sonreí y me mordí el labio inconscientemente. Él también sonrió y dijo:
—Bueno, mi nombre es...
—Calla —le puse el dedo índice en los labios y me acerqué a él—, ya me lo dices después...
—¿Después de qué?
—De esto.
Salté a sus labios y él no tardó en seguirme el juego. Su lengua y la mía se entremezclaron, convirtiendo el beso en algo más profundo, más salvaje. Me apretó contra sí y noté su erección, al igual que él sintió el calor de mi deseo: encajábamos a la perfección. Sonreí para mis adentros y comencé a desabrochar su pantalón, pero él me frenó.
Se separó de mí y negó con la cabeza. Fruncí el ceño y, cuando iba a preguntar, me sorprendió cuando abrió mi camisa de golpe rompiendo todos los botones a su paso. Masajeó mis pechos y los liberó del sujetador para empezar a lamerlos. Jadeé encantada y agarré su pelo.
—Date la vuelta —me ordenó— y abre las piernas.
Estaba tan cachonda que, tras dos segundos, hice caso a su orden y apoyé mis manos en un estante. Me subió la falda y sin previo aviso me penetró. Solté un gemido de gozo y el chico me tapó la boca con la mano para que no me escuchara nadie, y con la otra me agarró la cadera para embestirme. Me pegó un azote que resonó por todo el lugar. Sus estocadas eran certeras e iban subiendo de ritmo hasta hacer que me temblaran las piernas. Yo me arqueaba para darle más acceso y él gemía. Aprovechaba algún momento para coger mi pelo largo y tirar de él con fuerza, provocándome.
—Así... —murmuró él con la voz cargada de deseo.
Así, siguió aumentando el ritmo hasta que vi venir mi orgasmo. El chico tardó unos segundos más hasta que sentí su semilla resbalando por la cara interna de mis muslos. Nos quedamos ahí quietos unos instantes; él necesitaba recobrar fuerzas y yo no quería separarme de lo que me temblaban las piernas.
—Hugo.
—¿Qué?
—Mi nombre es Hugo.
Nos reímos y nos reincorporamos, poniendo en orden todo.
—Yo soy Alba —me presenté, apoyando mi cabeza en una caja de latas de refresco.
...
A partir de ese momento, Hugo y yo habíamos encontrado una conexión sexual impresionante. Él siempre mandaba y yo obedecía. Me había dado cuenta de que, al menos en una faceta de mi vida, no era a mí a la que le gustaba tener todo bajo control.